«Procura ser tan grande que todos quieran alcanzarte y tan humilde que todos quieran estar contigo» Paulo Coelho
¿Que nos impide mostrar nuestra grandeza? Nunca me hubiera planteado esta pregunta de no haber leído «La Personalidad Creadora» de Abraham Maslow. Y sin duda es una pregunta importante, relevante, poderosa y provocadora que todos deberíamos hacernos, porque dentro de cada uno de nosotros hay grandeza, y esa grandeza no solo desea con ardiente pasión mostrarse, salir y brillar, también es la luz que guía a otros en el camino de hacerse grandes.
Jonás se escondió dentro de una ballena, huyendo de su misión por miedo a no ser capaz, dejando huérfano al pueblo que lo necesitaba. Prefirió quedarse en un entorno seguro, protegido y no arriesgarse a ser en plenitud. Maslow tomo prestada la historia bíblica de Jonás y la ballena para nombrar el miedo al éxito, el miedo a la realización en plenitud, el miedo a nuestra propia grandeza, llamándolo «complejo de Jonas».
No realizarnos plenamente como personas nos impide ser felices, nos frustra, nos puede llenar de ira, de tristeza, de resentimiento, hacernos caer en la depresión, y provocar otras muchas emociones negativas, que contaminan no solo nuestro mundo interior, sino el mundo que nos rodea y el de otras personas, produciendo un efecto resonante emocionalmente negativo. Sin embargo, lo peor de no explorar nuestra grandeza es que nos impide cumplir nuestro destino, nuestra misión y esto nos priva a todos de un mundo mejor.
¿Cómo hubiera sido la historia si Mandela, Teresa de Calcuta, Vicente Ferrer, María Montessori y otros muchos hubieran renunciado a su grandeza?
Nos escudamos a veces, en que nuestra campo de influencia, nuestros logros o nuestras contribuciones no van a cambiar grandes cosas: el destino de una raza o una nación, el de un pueblo, el de la educación, pero cualquier pequeña contribución diaria cambia entornos, mundos y realidades. Y la suma de muchas pequeñas contribuciones de muchas personas cambia la historia.
El complejo de Jonás supone negarnos a nosotros mismos la capacidad de desarrollar nuestro potencial. Lo vemos, lo sentimos, lo hemos vivido a pequeños destellos, e incluso hemos imaginado o fantaseado como sería nuestra vida viviendo en nuestro elemento. Lo ansiamos, lo deseamos pero a la vez lo tememos, nos asusta dejarnos llevar por el. Y la estrategia es conformarse con menos, negarse el derecho a vivirlo por los «tengo que» o los «debo», dudar de él. Algo parecido a cuando nos enamoramos y sentimos ese miedo a no ser correspondidos, a sufrir una decepción, a arriesgarnos a darnos, o dejarnos llevar. Quizas el mayor miedo lo tenemos a enamorarnos de nuestra grandeza.
Según Maslow todos nacemos con un potencial ilimitado para autodesarrollarnos. Carl Rogers también afirma que en toda persona hay una tendencia natural e innata a la actualización de su potencial. Y sin embargo son muy pocas las personas que logran realizarse plenamente. La razón según Maslow está en que no sólo tememos lo peor de nosotros (la sombra que diría Carl Jung) sino también lo mejor, nuestras máximas posibilidades y explendor (la luz).
Quizás vivir en la luz, brillar, tiene sus riesgos en una sociedad que tiende a la homogenización. Brillar supone destacar, diferenciarse, salirse de los moldes, traspasar las convenciones. Quizás hemos sido educados para encajar y no para vivir fuera de la caja, y hemos asumido la creencia que salirse del redil tiene consecuencias, y esas consecuencias son el rechazo del grupo y del entorno, y el castigo la soledad, la incomprensión, la desvinculación.
Me viene a la memoria una frase de Pedro Ruiz en una entrevista en la Televisión «El precio que hay que pagar por la independencia y la libertad es la soledad«. Y este es un precio muy alto que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Y así vamos pasando los años de nuestra existencia, sin darnos cuenta de que nos ha tragado la ballena, como a Jonás.
El problema está en que la ballena no calma nuestros deseos insatisfechos de ser lo que soñamos, lo que deseamos, lo que sabemos que podemos ser. Las pasiones podrán reprimirse pero no se eliminan, los sueños se aparcan pero no se olvidan, y todo eso late con fuerza en nuestro interior, una fuerza contenida que se enfurece y se transforma en baja autoestima, poca asertividad, frustración, envidia, manifestaciones todas de un ego insatisfecho, atormentado e inseguro.
El ego inseguro no sabe apreciar la grandeza, y por eso ante su presencia surge la sensación de su menor valía. Y lejos de tomar consciencia de lo que realmente pasa, responsabilizamos a la grandeza de la otra persona de hacernos sentir inferiores. La insatisfacción por no mostrar nuestra grandeza nos lleva a impedir la grandeza de los demás, nos hace egoistas y nos conduce malgastar nuestra energía en envidiar, en criticar, en juzgar, en reprochar, en limitar la grandeza que está pidiendo salir a nuestro alrededor.
Jugar a ser pequeños no es bueno para el mundo, vivir siendo grandes es un gran acto de generosidad pues supone dar a los demás lo mejor de nosotros mismos. Y como dice Marianne Wiliamson en su libro Volver al amor, «cuando dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.»
Nuestra grandeza nos hace humildes, y ayuda a otros a ser más grandes. En los últimos años he podido vivir esto de una forma continua, en los procesos de mentoring y coaching con mis clientes. Nunca he recibido tanta gratitud, y eso solo puede ser el resultado de la generosidad de darme por completo para ayudar a otros a explorar su grandeza, y encontrársela de frente para volver a abrazarla.
Siempre he tenido la firme convicción de saber ver en los demás su potencial y su grandeza, no sé si será porque me enseñaron a apreciar y a amar la mía, o porque esa es mi misión en la vida. Lo que si sé es que, hace ya algún tiempo, tome la firme decisión de no poner límites a explorar mi grandeza con todas sus consecuencias. La luz y el brillo en los ojos de otros cuando descubren la suya es un regalo demasiado grande para disuadirme de volver a la ballena.